Una mañana, hace algunos años, vi por vez primera Playtime, de Jacques Tati. Por la tarde fui al supermercado.
Solía ir allí dos o tres veces por semana, pero aquella tarde el lugar había cambiado por completo, por más que las luces, los pasillos, los estantes y los limones estuvieran en el mismo sitio. De repente las conversaciones entrecortadas de los clientes con los que me cruzaba, el chirrido de los carritos, el pitido de las cajas, los colores de las verduras y los juegos de la luz fluorescente en el suelo me asaltaron como un torbellino, como un festival de sinestesia, y me quedé plantado delante de unos higos pensando a qué debía tamaña sensorialidad, tan novedosa como agradable. Caí entonces, claro, en que la culpa la tenía la película, una función circense de dos horas que te cae sobre los sentidos dormidos con la terquedad y obstinación con que la lluvia persistente acaba por conseguir que algo florezca en el barbecho.
Pasada la edad en la que uno solo intuía, sin querer aceptarla del todo, la idea de que no hay tiempo en la vida para todo el cine, música y literatura que vale realmente la pena, resultan muy frustrantes las películas y libros que pasan por ti como ciudades apenas entrevistas desde el tren. Son un tesoro, por el contrario, esos otras obras que, terminadas, reconfiguran tu relación con el entorno, erigiéndose ante tus ojos como un prisma de luz que redirige de ahora en adelante tus miradas. Películas y libros que te cambian la manera de plantarte ante la realidad, de trepar por ella y de conducirte por entre sus ramas. Savia nueva. La fuente del encanto es uno de esos libros.